y se engrió, y hasta se puso un poco encarnada de alegría. La otra, la principalmente mencionada, Lorenza, era toda una morena y buena moza de Valladolid, la más correctamente bella de la colonia veraniega, la que habría sido indiscutible, con su figura de napolitana trágica, con sus ojazos negros, si no fuera un poco sosa.
Hubo una general atención, y se leyó la crónica en el corro. Mientras iba leyendo el palentino, con su empaque de hombre de ciudad, pues no se quitaba el chaquet ni la camisa de brillo nunca, con su voz clara de lector de notario, y aun con cierto retintín de sabrosa rabia contra Ladi — que creía él que se le burlaba algunas veces —, las oyentes cruzaban en los ojos envidias aceradas, iras efectivas al tener que reconocer que se aludía en la crónica a Lorenza como a una divinidad, como "un sol de azabache (frase del cronista)... que dejase en la sombra a todas las demás — apenas salvando otra bien clara alusión para la rubia de Cuenca.
— ¡Hombre, hombre! — exclamó al terminarse la lectura, y sobre el silencio preñado de emociones como una nube tempestuosa, León Rivalta —. ¿De modo que tenemos en Salinas a un redactor de El Liberal?... Pues... ¡me extraña! ¡Los conozco a casi todos!
— Sí, señor — apuntó el joven de Palencia con otro nuevo gozo vengativo hacia este gordo y cortesano León elegantón de las camisas de seda —;