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44 — Felipe Trigo

Le ardía dentro el alcohol de la divina borrachera.

Era como una magia.

Veía el mar, veía el mundo cual si fuesen suyos — todo el color de los ojos adorados, verde, verde agua y verde luz.

Iba a pensar, aquí tumbado (porque no podía con la ventura), y de espaldas (que parece que se recibe mejor la inspiración), la nueva, la definitiva tirada milagrosa de versos de amor y gratitud que le dedicaría a su Ladi en Nuevo Mundo.

¡¡A su novia!!

Pero... esto... ¿era verdad?... ¿Podía ser verdad que era... su novia?

La intensidad luminosa de su cruel y bella embriaguez de todos los triunfos, le rompió afuera y le proyectó el porvenir, sobre su antiguo porvenir negro y de dudas, lo mismo que una linterna cinematográfica; se vió gran poeta lleno de gloria, de amor, de victorias infinitas sobre su regia instalación en la vida... con Ladi al brazo...

¡Oh, novio él de Ladi Villarroel y Montero de Espinosa... él. ¿Podrían figurárselo aquellos sus miserables paisanos de la aldea? ¿Hubiéraselo imaginado él propio un año antes, cuando el diputado por el pueblo le parecía un dios, porque tenía un tílburi? ¿Habríalo podido soñar siquiera un mes antes, cuando venía en el mismo tren