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La de los ojos color de uva — 53

tenía para qué conversar con un desconocido. Así, en efecto, había bastado una presentación calificada por una dignidad de periodista, para llegar a una confiadísima amistad, a una dulcísima fraternidad, al poco..., y hoy, últimamente, para haber llegado a la... a la... ¡oh, su Ladi!... un inesperado cielo como un sueño que le...

— ¿Don Ricardo?

— ¡Hola! ¿Qué?

— Que ya puede almorzar cuando guste.

— Gracias, Sabina. ¡Ya voy!

La camarerita sonrió, volvió a cerrar y bajó las escaleras.

Ricardo no sonrió esta vez a Sabina. Le había pasado completamente inadvertida la cierta gracia, que en días pasados le hizo florearla, de sus gruesos labios rojos en su cara blanca y pecosa, rodeada de crespo pelo de azafrán.

Se cambió de corbata para la tarde, antes de salir de su cuarto. Porque corbatas, sí, tenía una colección, como de lindos calcetines.