tenía para qué conversar con un desconocido. Así, en efecto, había bastado una presentación calificada por una dignidad de periodista, para llegar a una confiadísima amistad, a una dulcísima fraternidad, al poco..., y hoy, últimamente, para haber llegado a la... a la... ¡oh, su Ladi!... un inesperado cielo como un sueño que le...
— ¿Don Ricardo?
— ¡Hola! ¿Qué?
— Que ya puede almorzar cuando guste.
— Gracias, Sabina. ¡Ya voy!
La camarerita sonrió, volvió a cerrar y bajó las escaleras.
Ricardo no sonrió esta vez a Sabina. Le había pasado completamente inadvertida la cierta gracia, que en días pasados le hizo florearla, de sus gruesos labios rojos en su cara blanca y pecosa, rodeada de crespo pelo de azafrán.
Se cambió de corbata para la tarde, antes de salir de su cuarto. Porque corbatas, sí, tenía una colección, como de lindos calcetines.