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Página:Cuentos ingenuos.djvu/213

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VIII


Se despertó a las seis. Se lavó los pies y se puso unos calcetines elegidos: anchas listas circulares, una roja, otra negra y otra azul. Se los estiró. Ya había aprendido, hasta que en Madrid se hiciese calzoncillos cortos, como León, a montarse el calcetín ocultando el calzoncillo... con lo cual podía arremangarse más los pantalones.

En la estación del tranvía estaban los excursionistas. El ayudante del general, siempre de uniforme, un apuesto capitán de Caballería, charlaba amarteladamente con Berta, la mayor de las hijas del ex ministro, con la cual iba a casarse... Ladi le recibió a él sonriente y se fijó en los calcetines lo primero. Cierto él de que seguían bien estirados, se quedó contento.

Era más extraña hoy la manía, la amabilidad del general por no separárselo de al lado. En Avilés, la Compañía de ferrocarriles les tenía galantemente dispuesto un breack. Ricardo, entre los demás viajeros que subían modestamente a las