— ¡Mira... de buena gana te daba un beso!, — empezó diciéndole.
— ¡Claro, ya ves... y yo a ti!... Como la mañana de San Juan, en la peña... Pero, ¿cómo aquí?
— Tienes razón, imposible.
— ¿Te acuerdas? ¿En la peña?... Yo creo que nos velan los marineros.
— ¡Daba igual!
— ¿Tanto me quieres?
— Con la vida y con el alma,
Ricardo respiraba amplísima delicia. El pequeño diálogo empezaba ya bien a consolarle de las que creyó frialdades en los días pasados. Comprendió. Bastaba que estuviesen los padres de ella al otro lado de una puerta. Quiso mostrarle su gratitud, sintiendo ya las mil cosas de fuego y de amor que iría a decirla, y entre las rodillas de ambos, que literalmente se tocaban, la estrechó la mano.
Pero tuvo que retirar la suya con presteza, porque llegaba con toda inoportunidad Cristina, desde el opuesto rincón, sentándose junto a Ricardo.
— Hijos, me vengo con ustedes. Aquéllos están «intransitables». Mi hermanita con su lata de novio, que no sé por qué le dicen «ayudante de papá»; la otra con Nitita, contándose chismes a la oreja...
Ricardo, en medio de las dos, quedó contrariadísimo. No sólo la gentil Cristina llegaba a