interrumpirles, sino que le recordaba la crónica traidora... Además, en cuanto estaba con dos, siquiera, ya no se le ocurría nada. Era su admiración a la mujer siempre, y más su amor a Ladi, una poesía que únicamente en la más estrecha intimidad sabía florecer, en pirotecnias... Se quedó mirando, pues, a los ojos color de uva, mientras charlaban las dos; a los ojos de su Ladi, que hoy traía, por cierto, para el viaje, un alto sombrero adornado con uvas también. Lo llevó asimismo a San Juan, y a todas las excursiones. Lo habían proclamado el predilecto.
Cristina, de seguro, por haber notado la afición de ambos, mal disimulada en los pasados días, no obstante todos los propósitos, mostrábasele coqueta, aunque fuese nada más por un fugaz instinto de rivalidad con la Ladi Villarroel, que tenía en Madrid fama de preciosa y caprichosa... Y hallóse él, en fin, tan molesto entre las dos, que se levantó y se fué, pretextando:
— Perdón... ¡Creo que me llama el general!
En el resto del viaje no se movió de con los viejos. Por suerte, desde Oviedo, donde volvió el breack a cambiar de tren, habían formado las jóvenes, novio de Berta inclusive, una animadísima tertulia de chistes y de risas. Dominaban incluso el estruendo de la marcha. ¡Le habrían olvidado!...
Llegaron a las once y treinta. En la estación de Trubia, donde moría la línea, esperaban el