expedicionarios bajaron al pie de la glorieta. Ladi se levantó, les salió al encuentro..., cogió de junto a su padre mismo al novio, del brazo, y le internó en un instante en un cenador de madreselvas.
— Bueno, Ricardo — le increpó en seguida, cuadrada delante de él —, ¡eres completamente despreciable!... ¿Por eso tanto general en el tren? ¿Por eso huyendo de mí todo el día? ¿Por tu... articulito de hoy?... ¡Hombre, parece mentira!
Lívido él de remordimiento, de descubierta y estúpida traición, no osaba replicar. Sentía nada más una infinita piedad hacia la dolorosa.
— Mira — resolvió ésta veloz —, si me quieres, si no deseas que te odie y te desprecie para siempre, desde ahora mismo no vuelves a dirigir la palabra a Cristina..., y desde ahora mismo no te vuelves a separar un instante de mí...
— ¡¡Oh, Ladi!!
— ¿Lo harás? — le impuso terrible, cogiéndole por la muñeca.
Y como Ricardo decíala que sí, bien que si, con el amor espantado de sus ojos, salió delante ella, emplazándole feroz:
— ¡Ahora veremos!
Había sido esto en un segundo, a la vista, además, de todos, tras el velo tenuísimo de hojas. Y ella misma, marchando delante, llevó a su novio hasta Cristina..., la cual se levantó sonriosa a recibirle, entre las felicitaciones generales. Fiel