Ricardo a su palabra, dada sin palabra, se inclinaba serio, cortés; pero sin decirle ni una letra a la envanecida lunarosa..., que pretendió marchar a su lado al ver que todos disponíanse a la vuelta a pie hasta la estación para digerir el banquete... Pero entonces se vió algo de una audacia expresiva por demás, y que sorprendió no poco al concurso: Ladi, pasando el brazo por el del cronista, arrancándolo materialmente del lado de Cristina, se lo llevó consigo por la avenida de acacias.
Así, un instante después, en el paseo lento y disperso de todos, pretextando los dos entretenerse a cortar unas hortensias, quedáronse los últimos, bastante detrás..., con no poco escándalo de la mamá de Ladi, que procuraba retrasarse también y se volvía de vez en cuando a darles prisa: «¡ Vamos, vamos, hija mía!», aunque contenida en su enojo por el ambiente de etiqueta que seguía reinando en esta visita de ex ministro.
En el tren, en el break otra vez, igualmente Ladi se instaló con Ricardo en un rincón, tan resuelta y tan hostil que nadie, ni Cristina, harto avisada del juego, osó acercárseles...
Solamente Nita, en la tertulia de las otras ventanillas, y desquitándose aquí de cuanto no pudo fumar en la fábrica, les dirigía de rato en rato alguna pulla: «¡Abelardo y Eloísa!».
— ¡Y qué preciosos calcetines los de él! — añadía bajo para el corro, que reía...