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Página:Cuentos ingenuos.djvu/228

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88 — Felipe Trigo

puesto que... he aquí un senador aristócrata, cargado de millones, que no desdeñaba camareras.

Sacó otra vez el pliego del sobre. Volvió a leerlo. Renacía.

Con el silencio inexplicable de su Ladi, había rodado por Galicia y le había vuelto el tren a Madrid como en una muerte de ilusiones..., como un hombre que fué, que soñó y que ya no sería nada más nunca,

¡Cómo la perdonaba! ¡Cuánto le quería!

Bajó al comedor. Allí, sin ver ni entender en torno suyo, planeó sus propósitos, almorzando. Iría a mirarla bajarse del tren, aunque fuese desde lejos. Ella se lo prohibía, indudablemente, no porque la importase que le viese su familia (¡oh, la valerosa, la mártir, qué claro determinaba esto!), sino por ahorrarle el madrugón... Llegaba el exprés a las siete. ¡Iría!

Comió cuanto le pusieron y se bebió media botella. Así, aturdido de vino y de amor, no quiso el café, por ir a tomarlo a Candelas, con amigos... Les contaría su dicha... Les enseñaría la carta...

¡Ah!

Le avergonzó inmediatamente el impulso vanidoso. ¡Enseñar la carta de su Ladi..., esta carta de intimidades y franquezas, como un chiquillo o... como un rufián! ¡Valiente primera acción la suya, en Madrid, entre los amigos!... Y el rechazo noble, haciéndole, sin embargo, desconfiar de su mera voluntad de discreción, le forzó a subir