a la biblioteca: tomó un sobre, guardó la carta en él, tras de leerla nuevamente..., lo cerró, lo lacró y puso bajo el sello: «Romperás tu honor si rompes esto para enseñárselo a nadie.»
Comprendió entonces las caballerescas divisas y una porción de cosas de heráldica, que siempre había hallado completamente idiotas.
La única extrañeza que les causó en la cervecería a los amigos fué verle volver de su veraneo tan alegre y tan poco amable, sin embargo, con la camarera Inés..., antigua esquiva y floreada por todos, y principalmente por Ricardo. «Nada de camareras.» El, además de futuro yerno de senador — pensaba, orgulloso de su mudez heroica con respecto a Ladi —, era un poeta.
Tampoco en la Redacción, al ir a su trabajo por las noches, dijo una palabra. Afortunadamente, nadie había reparado en «el tejemaneje de sus crónicas».
Y a la segunda noche, terminada a las cuatro la tarea, vagó tres horas aún por las calles, cayendo en la estación del Norte a punto de las siete.
No mucha gente. Faltaba un cuarto de hora para el tren. Se metió en la fonda y se desayunó con chocolate. Creía escuchar ya cerca, con los oídos de su alma, aquel animoso tram-tram, tram-tram del exprés que le traía a su Ladi, Habituado el posesivo, no le asombraba ya tener tal novia..., merecer tal novia en su modestia orgullosa