Gloria se peinaba al espejo, sostenido en la pared contra el tajo de la carne. Al otro extremo de la amplia galería, tirado en el canapé de mimbres, aguardaba Rodrigo a su hermana con los cromos, para pegarlos en las hojas nuevas del álbum que ya tenían orlas de platilla.
— ¡Gloria!
— ¿Qué?
— Que venga mi hermana.
Continuó la doncella pasando el peine de metal por los puñados de su pelo rubio, sacudido y abierto en manojos ondulantes sobre los brazos desnudos. La sofocaba el resol, filtrado en aquel ángulo desde un metro de altura, por la inmensa lona que entoldaba el patio.
— ¡Gloria!
— ¿Qué?
— ¿No has oído?
— Menos genio, ¿entiendes?... Me dijo que esta siesta no podría venir y me dió los cromos. Cógelos; aquí los tienes en el banco.