— Pues tú los traes, ¡hala!
— ¡Uaaá! — hizo Gloria, volviéndose y enseñándole la lengua.
¿De dónde habría sacado la señora estos dos hijos tan bobos? Muchas noches se venían a la cocina a ver cómo pelaban patatas ella y la otra compañera, Vicenta; y si no estaba también la vieja ama Charo, les contaban ambas, por reírse, cuentos verdes... ¡por reírse al mirar la cara de tonto de Rodrigo, que no entendía, y la cara de Petra... ¡que ya los iba entendiendo de más y se disgustaba algunos ratos... «porque decían aquellas cosas delante del niño»!
¡Bah, qué niño... que cogía en el canapé más que un gastador!
Le estaba viendo Gloria en el espejo, sin dejar de peinarse.
Pero volvió él a llamarla con imperio y se levantó al fin, sin prisas, de más confiada en la bondad del muchachote, guapo como una niña e inocentón hasta lo increíble, a pesar de sus trece años.
A la vez que le irritaba a Rodrigo tener siempre que enfadarse antes que le obedecieran las criadas, le entristecía el desvío de su hermana para él, cada día más grande. Por eso rezumaban lágrimas sus ojos cuando se le acercó Gloria llevándole los cromos en el delantal, mal cubiertos los senos por el justillo suelto.