— ¿Para quién es? — preguntó teniéndola en alto por un pico con dos dedos —. ¡Acierta!
— Para el señorito Román — respondió sin vacilaciones Gloria.
— Tómala. Se la das a la noche.
Guardando la carta, Gloria sonreía: un par de duros valdríala del rumboso pretendiente.
— ¡Le dice usted que sí, por supuesto!
— Lo has conseguido. Seremos novios — respondió la gentilísima chiquilla estirándose en la butaca, donde había ido a caer, como quien descansa de un trabajo —. Bien, ¿y qué?... Ahí le digo que le quiero, lo cual no es cierto, porque mal puedo quererle cuando no le he hablado nunca... ¡No creo que va a gustarme que digamos esta correspondencia en que se empeña mi amiga Pura, porque es la novia del amigo de éste... y en que te empeñas tú sin saber por qué!
— ¡Ah, «señorita»! (bueno, me dicen que te llame así, me da lo mismo...) Usted le querrá cuando le trate y le hable en la Alameda estas noches, después que pase la Virgen y se haya usted puesto de largo, quitándose del todo el luto. Allí, la música; las mamas se sientan bajo los árboles, y las niñas, de claro como palomas, vueltas y más vueltas a los jardines y de punta con sus novios las que lo tienen. Luego el teatro, luego los bailes... y la reja en casa de alguna amiga... Luego... ¡ah, usted no ha vivido, señorita, aún!