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154 — Felipe Trigo

hacer por la noche, en la gran batuda, un salto mortal de costado que querían que diese y que habían ensayado poco. La iban a hundir a latigazos, dentro, como siempre que lo hacía mal en la función, y por más que el director la mimaba en la pista al ver que reía cariñosamente el público...

— Oye — propuso Rodrigo lleno de piedad —, ¿no has visto mi gimnasio? Ahí está, y un trampolín con arena. Lo malo será que te caigas, si es eso tan difícil; pero si crees que no, ven... ¡ensaya en mi gimnasio!

El estorbo estaba en la tapia, porque Elia no tenía escalera. Sin embargo, halagada por la invitación, bien pronto la pequeña artista halló modo de mirar si servía el gimnasio. Una silla rota, sobre la que colocó dos viejos cajones de petróleo, permitió formar una movible torre a que se encaramó en seguida. «¡Magnífico!» ¿Y no le reñiría la familia de Rodrigo?

— Aquí no viene nadie por la siesta, con este sol.

— Pues ¡hala!

De un salto, apoyada en las manos, quedó sentada en el caballete, una pierna, luego otra... y se tiró ágil desde arriba, aun antes que Rodrigo tuviese tiempo de brindarle la escalera.

— ¡Caramba! ¡Se conoce que eres gimnasta!

— ¡Oh, verás! Y eso que no podré así. Espérate. ¿Tienes una cuerda?

La encontraron y se ató a la cintura el vuelo