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160 — Felipe Trigo

— ¡Ah, lo que es menester es que lo hagas cuando yo vaya! Tengo ganas de verte en el caballo.

De pronto, propuso la niña coger nidos de los tejados de la iglesia, como dos tardes más atrás, en una excursión realizada por ambos animosamente.

Escalaron la tapia.

Al encontrarse en la azotea de la parroquia, sonreían, guiándose el uno al otro de la mano, sin atreverse a hablar hasta que se alejaron de un tragaluz que ya Rodrigo había dicho que caía a las habitaciones del cura. Pronto se perdieron al lado opuesto de las cúpulas, siguiendo la tortuosa senda trazada en la rampa de un crucero. Allí no se corría peligro de que los descubriesen, porque aquella parte daba a otra calle y el edificio de enfrente era un convento arruinado.

El cimborrio los protegía con su sombra colosal y el piso estaba resbaladizo y húmedo. Registraban los agujeros en las paredes, en las cornisas, en los tejadillos, de donde espantaban los gorriones. Se alzaban indistintamente el uno al otro en brazos para mirar las grietas. De cuando en cuando un cernícalo o un avión cruzaban fugitivos, trazando rápidos zigzás por el aire. Las salamandras rampaban por los muros con sus cuerpos gelatinosos, del mismo color que el hormigón.

Pero el peligro que surgió inopinadamente, bloqueando a Rodrigo en el ángulo inclinado de la esquina, donde el antepecho desaparecía para