hundirse la cornisa en los adornos de una voluta sobre la calle, fué un avispero que con una caña acababa de levantar registrando tejas. Centenares de avispas voltejeaban irritadas, y el muchacho, antes que le atacasen, atravesó por entre ellas defendiéndose a manotazos de las más bajas para unirse a Elia y correr en seguida los dos, porque el enjambre los perseguía buen trecho.
Habían ido a refugiarse al campanazo, sin cesar de correr escalera arriba y ahogando sus carcajadas. Buen rato llevaban de caza, sin haber logrado más que nidos secos. Y se sentaron bajo la campana gorda.
Elia y Rodrigo estaban a gusto allí, cada uno a un lado de la ventana, recibiendo el aire fresco de la altura y mirando la gran profundidad del murallón. Dominaban la ciudad y los campos y les arrancaba gritos de alegría el espectáculo de las empequeñecidas cosas.
— ¡Oh, mira, mira ahí, en la plaza! ¡Qué chiquititos los árboles y los hombres debajo, como hormigas!
— ¡Ah, fíjate! El tranvía parece de juguete, ¿verdad?
Se veían los patios y las azoteas llenas de macetas, en montón interminable de casas blancas y azules, entre las que parecían estrechísimas y torcidas algunas calles. Rodrigo indicaba los sitios y los edificios más altos. Un gran paseo al extremo de la población eran los jardines del Parque,