Sonó la música. La formación de fracs de bayeta azul dió paso a dos nuevos artistas. Rodrigo, sentado entre Petra y Josefina, miró el programa: Hermanos Leotard, los hijos del aire. Vestían igual raso celeste, sembrado de lentejuelas de acero; apenas se delataba el distinto sexo por la cabellera, más rubia y más larga, y las piernas menos musculosas de ella. De la misma estatura y casi de la misma edad, era igualmente rosado el rostro de ambos jovencillos, a quienes acogió un largo aplauso, que duraba todavía cuando, desde la red, treparon a los trapecios, maroma arriba, allá a quince metros del suelo.
El resplandor de los globos heríalos de cerca como lunas, y cuando, poco después, se balanceaban por entre las baterías eléctricas, sus cuerpos rielaban de reflejos como unos peces del aire incendiado en luz.
Rodrigo, con ambos codos en la barandilla y la barba en las manos, estaba absorto por el arriesgadísimo ejercicio. Había callado la orquesta, y