miss Leotard se arrojó al trapecio oscilante de su hermano, donde le esperaba éste en corvas, asiéndola por las muñecas. Inmediatamente tornó a desprenderse hacia su trapecio, cogido al vuelo con admirable precisión; al despedirse de uno al otro, lanzaba, pequeños gritos, resonantes sobre el silencio del circo como los gritos de la lechuza en los templos a media noche.
Igualmente, Petra parecía maravillada con el espectáculo, que la hizo olvidarse de su novio y de la dignidad, un poco violenta, que quiso antes adoptar al verse adulada por la admiración extraña. Esto contrariaba sin duda a Román, sólo fijo en ella. Pero Petra surgía aquí, niña como era, con todo el candor de su alma excitado en la piedad de un peligro, en medio de las ansias egoístas que su belleza despertaba a los hombres y por completo ajena ahora a tales artificiosos enamoramientos y a tales pleitesías. Los gritos seguían cayendo de la altura secos, imperativos, solemnes, cual avisos de alerta ante la muerte, y el cuerpo ligero de la artista cruzaba el espacio, mientras algunas señoras bostezaban en sus plateas y algunos caballeros se aburrían con elegancia leyendo los periódicos. Seguía callando el gran público, sobrecogido en un entusiasmo mudo de terror, y Petra y Rodrigo volvieron un instante a sentirse juntos por su antigua infantil atención de cariño.
— ¡Oh, se cae! — exclamaron una vez que la Leotard se arrojaba, dando vueltas, a los brazos