pasos de baile inglés, con zapatazos sobre la tabla, en saltos y contorsiones, en encuentros, a cuyo tropiezo rechazábanse rodando para erguirse y correr otra vez sin cesar la música, cada vez más viva, más apremiante... Y, tocando siempre, tan pronto se veía a miss Elia en marcha triunfal por las piernas y el pecho adelante del clown, tendido al modo de Gulliver en sueño, como a él de pie y esperando que por el muslo se le encaramase encima para arrojarla desde los hombros en salto mortal, o ya persiguiéndola y escapándose la clownesa por lo alto de la barrera, tirándose mutuamente los violines, que les caían al vuelo clavados bajo la barba, alcanzándola y colgándosela al brazo para que tocase cabeza abajo, despidiéndola y haciéndola caer de pie como los gatos, hasta que, por último, la recibió sobre la cabeza, espaldas arriba, y música, y galop, y Grossi y miss Elia desaparecieron, cual habían entrado, en un torbellino de sorpresa, que no dió tiempo al público más que para aplaudir y reírse locamente.
Palmoteaba Rodrigo, uniendo su gozo a la aclamación general; Grossi y Elia volvían, saludaban tranquilos ya, sin violines. Y una, dos, tres veces, fué Rodrigo, el niño, ¡qué bien lo advertía Josefina!, quien recibió los besos llenos de gracia de la menuda artista, entusiasmada de triunfo.
«¡Caramba, claro que podía saltar tapias sin escalera!»
Y puesto que Petra y Josefina parecían interrogarle