Llegaba el momento de gran expectación para Rodrigo. Los timbres anunciaban el principio de la segunda parte, cuyo primer número pertenecía a Elia. Fijándose bien, pudo ver su melena rubia entre el tropel de criados y artistas a la puerta de la cuadra, donde un gran caballo blanco en panneau asomaba la cabeza.
Emprendió la música un galop, se formaron las filas de sirvientes, y corriendo, de improviso, aparecieron en la pista un clown gigantesco y otro minúsculo, de frac granate y calzón flojo de seda, tocando los violines y persiguiendo el gigantón a la niña. El público prorrumpió en un aplauso a Elia, y Rodrigo la encontraba muy graciosa con sus movimientos continuos de electrizada y su sonrisa en la mancha bermellón de los labios. El también la aplaudía. Pero no podía verle la pequeña artista, que no paraba un segundo, sin cesar rodando o corriendo con Grossi, mientras que los violines seguíanle a la orquesta su ritmo desenfrenado. Era un vértigo, un agitarse diablesco de remolinos en