inocencias perdidas de ella y de su hermano, perdidas para siempre.
Seguía pasando Josefina al lado de él las tardes, fiel cariñosa del ahijado del marido, y, cuando en algunos ratos salían Petra y doña Luz, besaba, besaba al débil convaleciente... que se dejaba besar con espanto de delicias, y que la devolvía los besos, habiendo aprendido, además, a alejarla él mismo de la almohada si llegaba gente.
— Sí, ¿sabes?... Los domingos vete a comer a casa, tonto. Son los días que paso más sola... y me aburro... porque la madre de tu padrino come siempre ese día con su hija Estrella... ¿No irás?
— ¡Sí, sí iré! — decía en un temblor solemne Rodrigo.
En sus insomnios de estas noches, eran dos los fantasmas que poblaban sus visiones: uno, el de Elia, pura y dulce, blanca, muy blanca; otro, terrible, el de Josefina, de lumbre, de llamas, como el de la Armida Barton desnuda para que la viesen las gentes... Pero la idea de que él podría, quizá... ¡quizá!, ver así él solo a la mujer de su padrino, le llenaba de atrayentes horrores infinitos.
Cuando Rodrigo se levantó, supo que la compañía del circo se había marchado, ya bien Elia del todo de sus heridas en la frente. Se lo decía