— ¿Qué se sabe en el Juzgado?
— ¿Qué se cuenta del Pernales?
— ¿Nuevas noticias?
— ¡Atiza esa estufa, Quintín!
El bello juez, rubio, que traía esta noche brillantes en la corbata y americana de cinta, sacó primero una larga cajetilla de cigarros color té, brindó, encendió luciendo su preciosa fosforera, y púsose en seguida a contar lo que sabía de los bandidos. El Pernales y el Chato de Mairena continuaban por tierras de Arahal; y lo de los otros tres de la dispersa banda, que se habrían corrido a Extremadura, según la Prensa, era incierto. Belloteros, puestos en fuga por los guardias al pie de Almendralejo, los que habían dado lugar a tal alarma. Belloteros. Es decir, rúrales raterillos, ladrones de bellotas.
Pero el caso estaba en que reinaba el pánico por estos días en Almendralejo, en Zafra, en Azuaga, y en esta pequeña ciudad tan tranquila, de donde tenía el honor de ser reciente juez Athenógenes. Un dato que sus convecinos le tomaban muy en cuenta para calcular acerca de la seguridad en los campos (porque hallaban natural que un juez no lo hablase todo en público), desprendíalos, por una parte, de verle toda esta semana atareadísimo desde que corría el rumor de los ladrones, y, por otra, de notar que no salía a cazar, ni en automóvil [1] con los buenos camaradas que solían llevarle siempre.
- ↑ aumóvil en el texto original.