— ¡No! ¡bueno! ¡claro! — le explicaba él propio a los íntimos, con perfecta lógica forense —. Lo uno es consecuencia de lo otro. Tengo que hacer, porque tanto cuesta descubrir una verdad como comprobar que es mentira; y teniendo que hacer, no puedo ir en automóvil.
— ¡Hombre, pues mire, qué demonio! — deseó el fresco y hercúleo Teodoro Vega —. A mí me gustaría que vinieran los bandidos.
— ¡Coile! ¿Para qué?
— Vaya qué gusto!
— ¡Que viniesen! ¡Que fuese positivo que ya andaban por aquí!... Para salir tras ellos en seguida. Si no queríais seguirme, unos cuantos en mi automóvil y en los de estos dos, con los Winchesters, yo me iría a esperarlos, en mi dehesa, armando a los criados... ¡Es tan aburrida la vida sin algo excepcional!
— ¡Hombre, no seas loco!
— ¡Vaya, tú estás un poco de aquí, Teodorito! Le llamaban Teodorito por cariño y, no obstante su aspecto de clown inglés, dulce y simpático, pero fuerte como un roble. La gente grave ¡vamos, la verdad! creía de buena fe que estaba un poco loco; los jóvenes, en cambio, le admiraban y emulaban. En una ocasión había hecho el Don Tancredo con un toro, por apuesta. En otra, por gusto, hallándose imponentemente crecido el río, pilló un barco de pescador y se fué corriente abajo, rascando molinos y presas quince leguas.