— ¡Atai aquí las bestias!
Las bestias fueron atadas a los troncos. Revisó cada cual en su cintura sus pistolas, sus cuchillos; requirió cada uno su escopeta, exceptuando el Rascao, que sólo llevaba armas cortas, y avanzaron.
Olía a tomillo. El rocío del hierzabal mojábales los pies. El jefe vestía coquetamente gorra de liebre, marsellés, faja carmín y polainas.
— Niños, ¡ojo! — previno —. Si se pué no matar, no se mata. ¿Pa qué?
Llegaron a la caseta, y se apostó tras la esquina con el Raigón y el Obispo, mientras llamaba el Rascao.
El guarda despertó:
— ¿Quién va?
Salía su voz a través del ventanillo, y el Rascao corrióse un poco:
— Zoy yo, señó Gabrié... ¡Levánteze! Zoy yo, er escardaor Damián, que ha extao eztoz díaz con oztedez.
— ¿El andaluz?
— Zí, zeñó; er mezmo. Que me afuí pal pueblo ezta mañana, de pazo pa mi tierra, como zabe ozté... y man dao un recae urgente pal zeñó. Yo creo que es un telegrama.
— ¿Pa qué señor?
— Toma, pa don Anicanó Rivadalta...; pa quién va zé?
— Ya abro, hombre, ya abro. Aguate a que me