Morcillo, con el pañuelo en la nariz para recogerse la sangre, y tentándose la espinilla y un chichón de la frente (creía que habíale pegado con llave), alegaba que él se limitó a recogerlo que dijeron todos aquel día; que había dado las noticias en lo referente a Margot, con toda clase de piedades y respetos, y hasta sin nombrarla; y que, por fin, rectificó absolutamente.
Y el buen corresponsal, prometiendo no meterse en nuevas aventuras, se fué a su casa con el pañuelo en las narices, cojeando, e incapaz de comprender cómo hubieran podido incomodarse todos éstos, después de haber él derrochado tanta poesía y tanta discreción en la supuesta desgracia de la joven... ¡Oh, sí, cuando el padre le llamó, bien sabe Dios que él iba pensando que sería para decirle: Morcillo, estoy agradecidísimo a usted por el respeto y la bella forma literaria con que ha contado lo de mi hija en los periódicos... En cambio, por las criadas, de quienes ni aludió a su previo estado de pureza, ni comentó elegiacamente la desdicha, suponiendo también que hubiera sido cierta, nadie sacó la cara. ¡Así es el mundo!
Athenógenes había tirado en sentido opuesto y cruzaba por delante del Casino. Vió grande animación a través de las ventanas. No se atrevió; no quiso entrar. Seguramente cortaría discusiones lamentables acerca de su novia. La honra de ella andaría de boca en boca de estas gentes, de