respetó aquellas cerradas portezuelas: y en las declaraciones del sumario la dispensó de comparecencia personal, por cortesía.
Su padre y su madre, con todo pormenor, depusieron sobre el robo, pero sin formular quejas de otra índole ni aludir a nada más; y ni los criados ni la gente de los chozos, que, según el público rumor, había sido la propaladora del delicadísimo incidente, dijeron de él ni una letra. Fué inútil que el juez, ya prevenido, y con el afán y el tacto que puedan suponerse, tratara de inducirlos en sentido tal: o no era cierto, y sí obra inicua de un malvado (¡de alguno de los fracasados pretendientes de Margot!), o tenían ya repasada por el amo su lección de prudencia los testigos.
De prudencia, sí, después de todo — él lo comprendía —. Porque realmente a nada práctico habrían de conducir reclamaciones legales de esta clase contra hombres cuya pena no podría agravar ningún delito... ¡carne de horca!...
Don Nicanor, pues, hizo bien. Y ésta era «la verdad oficial» — que nada le decía a Athenógenes de la verdadera realidad de la verdad.
En la duda, en la espantosa duda, Margot se le ofrecía con alternativas bien tristes, pero bien distintas entre sí, de una virgen purísima en cruel martirio de calumnia, o de un ángel en horror y en tormento de impureza y de mancilla, con las alas rotas..., con las blancas alas plegadas por el zarpazo de un monstruo.