Habíala él manifestado delicadamente su pesar en una carta, y ella le contestó a los tres días con otra digna y breve, en que la emoción se contenía en la gratitud, pero delatada en el papel por huellas de lágrimas. Tampoco, claro es, la carta de ella le resolvía la duda — y menos esta segunda, recibida hoy, en no muy presurosa aunque sí muy sentido respuesta a la segunda de él, y en las que ya ninguno, por piadoso olvido hacia lo ingrato, aludía siquiera a la horrenda noche.
La casa de ella permanecía cerrada. ¿Por el susto, que aun tuviera a Margot y su madre sobrecogidas y nerviosas, o... por pena inconsolable de... lo irreparable?
No recibían ni a las amigas más... íntimas. Exteriormente, la vivienda, con sus puertas y ventanas en tijera, su silencio siniestro, asemejábase a una mansión luctuosa de donde se ha despedido a un ser querido para siempre.
¡Todo enigma, en fin, frente al apasionado por tanto ambiente de tragedia, y alrededor de la enamorada y trágica infeliz! Porque era indudable: no sólo aquel dulce charlar en la reja y los paseos, de los primeros días de relaciones, habíales dado una compenetración de almas perfecta; no sólo aquella correspondencia dichosa que le sostuvo ella desde el campo, en que las cartas de tres o cuatro plieguecillos perfumados se cruzaban diariamente; no sólo aquellas dos visitas de él en coche, con Segundo Jaime, que le permitieron