disculpaba la conducta de don Nicanor Rivadalta. Sus reservas quizás obedecieron al enojo y al desprecio que le inspirase el juez, el torpe juez que había dejado escaparse a los bandidos, el ilustre prócer había efectuado a Madrid dos viajes para recabar del ministro la captura, para ponerle a él a sus órdenes casi un tercio de la Guardia civil... de a pie, de a caballo...! y ¡oh, dolor!..., he aquí cuando se creía a los forajidos estrechamente acorralados por los mausers en los montes del Batán..., que saltan en Sierra Morena! ¡Había para que le menospreciase un hombre ávido de venganza y de castigo, y más si la ofensa miserable cayó en su honra!
Pero ¿y si, al revés, todo se redujo al susto, a la pobre cocinera muerta y a dos o tres mil duros robados? ¿Y si entonces, concediéndole don Nicanor al hecho, desde el punto de vista caballeresco, menos impotancia, juzgase innecesaria e inoportuna cualquier rectificación particular, tras de la que públicamente exigió de Morcillo en los periódicos? ¡Oh, cuán sutiles, en verdad, estas cuestiones de honor!... Aun siendo evidente que la reserva del padre podía en recta lógica hacerle sospechoso de cómplice egoísmo, no lo era menos que una oficiosa satisfacción confidencial para con quien al cabo no tenía ningún carácter de «novio admitido oficialmente», y aun en el caso de que Margot no hubiera sufrido agravios, implicase el opuesto riesgo: el de dar a sospechar