que se humillaba ante el futuro yerno por recurso, por doblez... mintiéndole para atraparle bajo el honor de una palabra!
Volvíase loco Athenógenes. En último resultado, no le quedaba más que este mismo consuelo de no ser «novio oficial» todavía. Disponía de una cierta libertad, al menos, para espejar y proceder según el giro de las cosas. La nueva nota de escándalo que habría de significar en la catástrofe su ruptura con Margot, si fuese necesaria, tendría mucha menos importancia que si estuviese próxima la boda o él siquiera admitido en la casa por los padres.
Una sola verdad aparecíasele clara entre tantas dudas: de no haber tenido ya relaciones antes del suceso, libraríase de solicitádselas ahora, por lo que pudiera [1] tronar.
Pero, ¡ah, qué dos cosas asimismo tan distintas el deber y el corazón! Si aquella idea de libertad le calmaba con respecto al porvenir, con respecto a su facilidad perfecta para esquivarle a su decoro toda sombra, de nada, en cambio, le servía contra la zozobra que Margot le ponía en el pecho.
¡Margot! ¡Margot! ¡La ideal y la adorada! ¡La infortunada tal vez!
Púsose de pie, cogió el sombrero y salió — como otras noches — a ver la casa de Margot.
Ya en la calle, evitó la de Pizarro para no encontrarse amigos en las puertas de las tiendas.
- ↑ puediera en el texto original.