despedida. Ni las lágrimas, que volvían a verterse en abundancia, eran capaz de quitarle su quieta, su intensa fijeza loca a aquellos ojos.
— ¡¡¡Adiós!!! — le lanzó por última vez al invadido por la nieve que ella le había ido transmitiendo desde el alma.
Y se arrancó de un tirón en la oscuridad..., demasiado firme, demasiado enérgica..., sin haber cerrado siquiera los cristales.
El, contemplando el fondo impenetrable y tenebroso donde un momento hubo de marcarse el cuadro de luz de la puerta por donde huyó la infeliz, tuvo por otro instante el ansia de gritar..., ¡de llamarla!..., ¡de llamarla!... Luego giró, tomó la acera arriba y se afirmó plenamente en la conciencia:
«¡Sí! ¡Fué ultrajada aquella noche!»
Pero el ultraje, cuya persuasión absoluta le llegaba a través de tanto dolor de amor, de tanta dignidad, de tanta heroica nobleza, no podría él decir ahora si le consagraba más a ella para siempre... ¡tanta era la congoja de su pecho!
Llegó a la fonda y le escribió, durante cuatro horas, una carta de franquezas ultrahumanas, en que prometíase con orgullo como esposo de la mártir, héroe él también.
Por la mañana, al despertarse, la rompió. Y le escribió otra de hábiles y frívolos cumplidos. La mañana volvíale su serenidad al pensamiento. Era