Página:Cuentos ingenuos.djvu/400

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268 — Felipe Trigo

reposo digno el senador —; por cuanto respecta al estado de mi hija, y no obstante aquella rectificación en los periódicos (pues si bien no hay por qué ocultarles su desgracia a aquellos que deban saberla o que la sepan buenamente, no hay tampoco por qué darle un cuarto al pregonero), desde luego, yo mismo ruego a usted que a quienes le pregunten por ella les diga la verdad. Pero..., no es eso lo que quiero consultarle. Es... que sobre tal verdad queda la aún más triste, a plazo bien cercano, del hijo de un bandido, de un asesino que ya está esperando al verdugo..., en la casa mía, en mi hogar..., en el recuerdo horrible e imborrable de mi pobre hija, aunque lo ausentásemos de ella para siempre, sin que contra una tortura así valga trasladarse al otro extremo de la tierra..., y yo digo: si lo que el ángel de mi vida tiene en sus entrañas no es un ser, sino la ponzoña de un crimen..., ¿hasta qué punto, don Vicente, los respetos sociales y legales de su ciencia debieran impedirle extraer esa ponzoña?

— ¡El aborto! — clamó, contrariado, el doctor, tocado, sin embargo, por el razonamiento poderoso.

— Sí — dijo Rivadalta —, llámele quirúrgicamente como quiera. ¡El aborto! Usted considérelo desde su deber profesional, y vea si, incluso antes y después, pudiera, a placerle así, publicarlo en todas partes..., porque, en cuanto a mí, lo conceptúa tan sólo como una operación por mordedura