vez, hízole ocupar una butaca. Sentóse en otra y preguntó:
— Don Vicente, en este caso, ¿qué se le ocurre que hagamos?
Comprendió el médico que no se le pedían ahora opiniones terapéuticas, sino reglas de conducta general..., de índole moral acaso, y él, que, preocupadísimo también, habíale dado cien vueltas al problema, se alegró de poder formularle al noble y respetable amigo sus consejos:
— Señor Rivadalta..., yo, puesto en su lugar y aprovechando la consulta de hoy, que no ha dejado de despertar curiosidad, pues las gentes se interesan por ustedes, haría que los criados se enterasen de la verdadera situación de Margarita. Nada de reservas. Ellos lo propalarían por la ciudad, y lo que, de otro modo, con una larga ausencia de ustedes, por ejemplo, pudiese tomar, de descubrirse, visos de misterio peligroso (¡porque quién va a quitarle su torpeza a la malicia!), tomaría la forma de una respetuosa y franca piedad hacia el infortunio. El viaje, sí, inmediatamente después que las gentes vean que no se les ha ocultado lo que pasa: a Niza o a Suiza, a un país lejano, donde la enferma encontrase aire y libertad, olvido de este ambiente sobre todo, y en el que, además, podría quedarse a vivir definitivamente con su familia... Esto, en mi parecer, traeríales la ventaja...
— No es eso, don Vicente — le atajó con su