autoridad, quienes habrían de encontrarse tan atados como yo, sino a científicas corporaciones de renombre y de prestigio, y hasta quizá a los teólogos y al Papa, por lo que de metafísico el asunto encierra sobre sí en el nuevo ser deben ser Dios o los hombres los que juzguen y castiguen culpas de su padre..., y, convenido esto, señor de Rivadalta, añadirle todavía los riesgos de la material intervención. ¡Ah, los riesgos! ¡Espantosos! Cuanto se habla de suaves medios eficaces es mentira, y, drogas aparte, queda la operación, con su feroz mortalidad de ochenta y cinco por ciento... Fíjese en que por algo la ciencia la reserva para casos de gravedad desesperada. Con ella se juega siempre el todo por el todo..., y no creo que Margarita, no creo que usted, su mismo padre, esté en la situación de tener que reprocharse el cerrar acaso con la muerte la hazaña que empezó un desalmado.
Callóse el médico, satisfecho de su serena lógica y de su elocuencia, mayores de lo que él pensó, y aun sobradas para oponerse a lo que el noble senador hubo arrancado de sus desesperaciones, y éste no necesitó escucharle más; le despedía, dándole las gracias.
Llamó inmediatamente Rivadalta a su mujer y le planteó la definitiva conducta en estos términos:
— El doctor Pardo acaba de salir. Aconseja, por higiene, que llevemos al campo a Margarita. Esto,