el influyente prócer debía de hacer ahorcar ante su casa a los cuatro bandoleros. Pero después, y puesto que la unanimidad agotaba pronto el tema, sobrevinieron discusiones. Hubo quienes sustentaron, contra una respetable mayoría, que don Nicanor estaba en el caso de indultar al Trianero de la horca, con el fin de quitarle, al menos, esta última afrenta de su padre al hijo de su hija, y hubo hasta quienes sostuvieron la osada idea de que debía gastar su influencia y la mitad de sus millones para libertarle y casarle con Margot. ¿Qué? ¡Aunque nunca se reuniesen! ¿Es que no merecía la pena redimir al padre por el hijo? ¿Es que pudiera ella casarse con ninguno que, moralmente, valiese más que otro cochino ladrón a la olilla de los cuartos?
¡Pobre Margot, lanzando su deshonor a España, a Europa, al Mundo, entre los trágicos incidentes de un proceso!... Los periódicos traían largos relatos del juicio oral desde Córdoba, y se aludía al Trianero determinadamente, con respecto al atropello de la joven, porque él mismo, no se sabe si de manera espontánea o a preguntas de los jueces, con toda clase de detalles, refirió la escena repulsiva.
Estas ruidosas polémicas y disputas del Casino, por otra parte, ya las había presenciado muchas veces Athenógenes, con la triste dignidad, con la dolida indiferencia que es de suponer. Además, algunas no habían tardado en comprobarle que sus