diariamente tenía que recordar la negra fatalidad que, al fin, le hacía quedarse sin la una y sin la otra. Por espacio de dos meses, en su vuelta del Casino, allá a las doce, algunas noches pudo sorprender al capitán besando la famosísima muñeca..., y... ¡sí, sí, otra noche..., ¡lo juraría!..., besando en la propia boca de la dueña resalada!... Esto le dió envidia, con franqueza. Y, a más de envidia, una ligerísima inquietud pocas noches después... ¡La reja sola! ¡Sola!... En suma, que había terminado el capitán su comisión de la Remonta, que se había marchado de la ciudad y que Emeria, riendo, pregonaba que ni estaba ni habían estado en relaciones... ¡Amigos, por charlar, por divertirse!...
¡Ah, qué diversión con besos en la boca! Y esta fué la leve inquietud del rubio juez, porque vacante Emeria, y si no precisamente perdonándole el desprecio, el antiguo agravio, era lo cierto que no dejaba ahora de sonreírle alguna vez al contestarle los saludos. Conocedor de las mujeres, pensó que estas sonrisas de ella pudieran ser la trampa de una coqueta que ansiara su declaración por desairarle. Pero, y esto aparte, a él, aquellos besos, ¿debieron honorablemente y de antemano hacerle desistir de toda idea de boda?... ¡Bah! Lo resolvió: ¡en modo alguno! ¡Pobres muchachas, si hasta se las hubiese de conceptuar deshonradas por un solo beso en una reja! ¡Pobres mujeres, si su honor hubiese de ser igualmente destrozado