dormida entre la presión suave de sus brazos, llena el alma de celeste paz, sin temores, sin memoria, sin más vida que la de aquel momento y la de aquel estrecho espacio del carruaje, blando, solo, nuestro como un nido de amor, trepidando siempre y envuelto en el estruendo de la carrera del tren por la solitaria noche...
Una luz blanca, intensísima, rápida, que me hirió dormida, me hizo despertar en la obscuridad para escuchar un estrépito formidable.
Es decir, la obscuridad no era a mi alrededor completa; el farolillo del coche, aunque tapado por la pantalla azul, permitía ver las cosas esfumadas. Octavio no estaba junto a mí.
La luz eléctrica de un relámpago volvió a iluminarlo todo. Entonces vi a Octavio al otro extremo, tirado sobre su asiento, con el hermoso cabello negro levantado en rizos por el vendaval y mirando por las abiertas ventanillas el horror de los cielos... Un nuevo relámpago, tan grande que me hizo exclamar un ¡Dios me valga!, dibujó y me mostró en los labios de mi marido una sonrisa diabólica. Sus ojos habían mirado fijamente la nube negra que se rayó de fuego, y cuando un trueno pavoroso estalló seco sobre nuestras mismas cabezas, él, Octavio, con una serenidad