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42 — Felipe Trigo

inconcebible, con una satisfacción parecida a la del escenógrafo que oye los bravos para sus decoraciones, me obligó a ocupar otra ventana, sacó un brazo fuera y dijo:

— ¡Esto sí que es grande! ¡Esto es inmenso!

Podría jurar que un rayo cayó sobre los hilos del telégrafo. Temblé. El sonrió otra vez.

— ¡Qué hermosa esta luz! — me dijo, y el trueno ahogó sus palabras.

Caia la lluvia en gotas gruesas como una granizada de balas. El huracán rugía con incesante rabia. El tren, en dirección opuesta al viento, volaba a toda máquina por una curva, silbando y lanzando espumarajos de vapor; de modo tan intenso resplandecían los relámpagos, que pude ver netamente, sobre el negro rodaje de la locomotora, la biela y la manivela, limpias y brillantes, moviéndose con el vaivén furioso de los brazos de un loco.

— ¡El mar! ¡El Océano! — gritó Octavio de improviso, queriendo sobreponer la satánica alegría de su voz al trueno que inundó los espacios.

Y en efecto, otro relámpago habíanos descubierto el mar por entre un desfiladero de rocas. Diríase que la máquina marchaba despeñada hacia él, con su temblorosa cadena de carruajes y sus ruidos de metal.

No sé qué temor me invadió y me estreché a Octavio. Pero al cogerle la mano