tropecé con un papel que me hizo retroceder.
Era tu carta. Súbitamente comprendí que su mano, guiada a mi corazón por el cariño, la encontró mientras yo dormía. Y comprendí también con espanto la tempestad que en competencia con la del cielo hubiera provocado en su alma. El terror me helaba.
Al fatídico serpear de una centella que incendió los aires, vi que el tren comenzaba a salvar sobre el mar un ángulo de la costa por un puente colgante. Las olas se estrellaban allá abajo contra las peñas, deshaciéndose en espuma; el huracán, meciéndose en las concavidades de granito, arrancaba un bramido continuo, monótono en sus cambios; las nubes se abrían incesantemente despidiendo fuego sobre el mar, y el trueno retumbaba cada vez más potente, como creciendo en su grandeza. Y el tren, entre la obscuridad y la luz, entre el viento y la lluvia, seguía y seguía, haciendo retemblar la férrea trabazón del puente con su carrera sin freno y sus resoplidos de monstruo, envuelto en lumbre y vapor.
¡Un relámpago.. ! ¡Otro...! ¡Ah!, de pronto ábrese la portezuela. Octavio arrójase por lo alto de la barandilla del puente, y... ¡sí, Dios mío, otro relámpago, aún me lo mostró allá abajo al ser arrebatado por las olas...! ¡Al mar!
Yo caí rodando por la alfombra del reservado...