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88 — Felipe Trigo

Para evitarlos, se negó a salir a escena por segunda vez, se largó a su casa, se metió en la cama y no pudo dormir, reflexionando que la brusquedad de tal determinación tuvo mucho más de vanidosa que el haber seguido recibiendo los aplausos.

Cuando saluda a un personaje aléjase meditando si en el saludo no puso algún servilismo. Y, por si acaso, cuando le halla otro día, lo esquiva.

Vive solo, huraño, perpetuamente dedicado a vacilar, a destruirse las ilusiones.

Es un loco, sin duda.

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Recuerdo que hará tres años lo encontré una tarde en el Retiro, sentado de espaldas a la gente, con la silla recostada en un árbol y entretenido en mirar el desfile de los coches. Me senté con él y no hablamos. De pronto, al paso lento de los carruajes enfilados, porque estaba en el paseo el de la Reina, cruzó junto a nosotros una victoria, en cuyo interior iban dos mujeres, saludando a César,

Una lindísima, elegante, joven.

— ¿Ves aquélla? — me dijo señalándola, cuando ya no pudo vernos —. La adoro. Estoy desesperado. La vi en la Comedia, en un palco. ¿Verdad que es divina...? Tiene alma de artista. Después de la presentación, no he vuelto más que dos días a su casa. ¡Oh, si yo pudiera