pidos, espejos del cielo, y lo que dice mi boca, es un doloroso remedo de aquello que hablan los niños.
¡Ah, los hijos ! Habrá palabras para decirte cual es la incomparable felicidad que ellos regalan con sus besos al corazón de la madre; ellos son bondad, son fuente de pureza. Con sólo verlos brota del alma un acto de contrición, así como brotan espontaneás las flores bajo la caricia del sol.
Los hijos son el radioso lucero en la noche tormentosa de la vida. Si se van, o se mueren, jamás se les olvida; la ausencia y la muerte, no son capaces contra la gloria única de ese amor.
¡Ah, los hijos, los hijos!
—Teresita, tu voz tiembla, está húmedo tu rostro, ¿lloras?
—No muñequita, hace frío. . . nieva. . . hay un eterno invierno dentro de mi corazón.
Mahmú aflijida se esconde entre mis brazos;