de Dios, y dicen que hay justicia cuando en esa pobre alma parece que la tierra se hubiese ensañado. ¡Oh dolor, dolor!, exclamó tan fuerte la viejecita, que yo me asusté y vine corriendo.
—¿Decía así?... —interrogó la madre, estremeciéndose en un impulso helado de su alma.
—Sí mamita, sí. Por eso te pregunto qué es el dolor.
Palideció la mujer; un gotear de lágrimas silenciosas rompió el cristal de sus ojos enigmáticos: ojos de iluminada y de bestia humilde.
—¿Por qué lloras mamá? ¡No quiero que llores! —gimoteó el chiquitín, acomodando su minúscula personita en el regazo maternal.
El chico miraba hacia la ventana donde se veía, a través de los cuadrados, caer la espesa obscuridad de la noche, como un presentimiento agorero en el silencio de los campos.
—Tengo miedo, mamita; tengo miedo.
—De qué, hijito mío?