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—De tu llanto y de la oscuridad que veo desde aquí —y el chiquillo señalaba la ventana.

—No te asustes, nene mío, no es nada. ¿Quieres dormir?

—Bueno, mamita, —y la cabecita confiada, buscó el hueco blando de los brazos maternos.

La llama de la lámpara tenia el palpitar desmayado de un corazón enfermo. Colgado a los barrotes del lecho se balanceaba, imperceptiblemente, un negro crucifijo de ébano con sus brazos de plata, abiertos como alas lunares.

Las dos camas blancas, extendidas sin una arruga en las simples colchas, daban la impresión de que hubiese puesto en ellas las sonrisas de sus ojos la Madre de Dios.

Suspendido entre las cabeceras, relucía un marco acerado, sosteniendo, en sus extremidades la imagen de un hombre:

Dulce la mirada, correcto el corte de la nariz, funesto el pliegue de la boca.