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que la voz se hacía irónica, despedazada.— Engreído en mis saberes todo penetré: ciencia, liturgia, magia, química, física, poesía, filosofía. ¡Oh loco delirio de soberbia! creí que en mi cabeza la verdad encendía su tea. Me proclamaron apóstol, quemando ante mí ¡humano Icono! los inciensos y mirras destinados a los dioses paganos. Bajo el sayal de humildad, rebelde a la modestia, pavoneábase erguido mi espíritu fátuo. Infeliz de mí. Hueca estaba mi mente como espiga sin grano.

En el apogeo de este nefasto esplendor, llegó la inevitable. Irritada sin duda de tanta falsedad, de un solo tirón, despojóme de la mísera vestidura que ahora pudre entre laureles, allá en el rincón del campo santo.

Separado bruscamente del mundo de los hombres, contémpleme desnudo ante los implacables ojos de mi conciencia. En un instante, la muerte habíame transformado en juez de mi pro-