bujó un tenue refleja de ironía, me susurró quedamente: Mi hermana es la Sabiduría y yo soy la Bondad".
Terminando su relato, sollozó la extraña voz de la aparición, y sin decirme adiós, se alejó pausadamente de mi oído.
Me levanté de un salto; esas revelaciones hundiéronse perforando agudamente mi cerebro.
Cojí con precipitación mis atavíos de moderno peregrino, y, sin mirar, salí al camino.
Interrogué a la noche en un afán incontenible de persuadirme que había soñado: ¿Es cierto que la bondad no existe?
Y llegó hasta mi la silenciosa respuesta, en la palidez de las estrellas, en el llorar infantil de la fuente, en el chillar siniestro de las aves nocturnas.
Cuál reina empuñando su cetro, apareció tras la montaña, la luna, torvo el ceño, roja de ira, castigando al mundo en un azote de sangre.