segura —respondió la más anciana. Reconozco al antiguo empleado de mi amo en este mancebo. Sus ojos eran azules como cuentas de aderezo; ahora están más turbios, pero es su misma mirada tímida.
—Ahí viene —exclamaron las dos en coro— ya sabremos a que atenernos.
Un hombre avanza por el estrecho sendero, un hombre, si es que así puede llamarse a la extraña figura que se acerca; ¿es el hijo del hidalgo? La flacura ha espigado su talle, y en el fondo del cráneo titilan los ojos, como próximos a extinguirse.
Camina sonámbulo, sin fijar la vista en los sitios familiares; su andar es débil, lleva la cabeza baja hasta tocar su pecho con la barba. Doblegado por el peso de un gran abatimiento, busca refugio en la tumba de los padres, tanto tiempo abandonada.
—Perdón, padres míos. He venido arras-