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escapulario con la imagen de la Virgen de los Desamparados, colgóse al cinto la espada del hidalgo, y partió.
Los campesinos de la comarca viéronlo alejarse entristecidos. El muchacho era bueno; un coro de bendiciones lo acompañó en el camino. Al cabo de unos meses, como no tuvieron noticias, lo echaron al olvido, fiel compañero de los que se despiden.
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—Que si, que no, —disputan, en el umbral de una rústica vivienda, dos ancianas lugareñas.
—Que no, mujer, que no puede ser. Cómo quieres comparar a este hombre acabado, de andar vacilante, con el joven que partió hace cinco años; el otro era fuerte, trabajador, y este parece un mendicante.
—No discuta, vecina, sobre lo que no está