caía y caía como si aquel desplome durase años y fuese en una sima sin fondo, hasta que por fin experimentó en todo su ser un rudo choque, conmoviéndose de pies á cabeza, y... despertó en su cama, tendido sobre el vientre, tal como se había arrojado en ella.
Lo primero que el cura pensó fué que había pasado mucho tiempo.
Era de noche. Por la abierta ventana veíase el cielo azul y diáfano, moteado por la inquieta luz de las estrellas.
Don Vicente experimentó la misma impresión de las damas de comedia que al volver en sí lanzan la sacramental pregunta: «¿En dónde estoy?»
Su cerebro sentíase abrumado por la pesadez del sueño, discurría con dificultad y tardó en reconocer su cuarto y en recordar cómo había llegado hasta allí.
De pie en la ventana, vagando su turbia mirada por la obscura vega, fué reco brando su memoria, agrupando los recuerdos que llegaban separados y con paso tardo, hasta que tuvo conciencia de todos sus actos, antes de que le rindiera el sueño.
¡Bien, don Vicente! ¡Maguífica conducta para un sacerdote joven que debía ser ejemplo de templanza! Se había emborrachado; sí, esta era la palabra, y había sido