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Página:Cuentos valencianos (1910).djvu/132

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V. BLASCO IBÁÑEZ

poniente, pero la atmósfera estaba caldeada, y los ruidos de la noche parecían la jadeante respiración de los tostados campos.

Perfumes indefinibles habían en aquel ambiente, que aspiraba con delicia el joven cura, como si quisiera saturar el interior de su organismo del aire puro de los campos.

Su vista vagaba en aquella penumbra, intentando adivinar los objetos que tantas veces había visto á la luz del sol. Esta distracción infantil parecía volverle á lostran quilos goces de la niñez, pero sus ojos tropezaron con una débil mancha blanca, en la que creía adivinar la alquería de la siñá Tona y... ¡adiós tranquilidad, propósitos de fortaleza y de lucha!

Fué un rudo choque, una conmoción rápida; huyeron arrolladas la calma y la placidez: desapareció el dulce embotamiento, despertó la carne, sacudiendo la torpeza de los sentidos, y otra vez subió hasta sus mejillas aquella llamarada que le hacía pensar en el fuego del infierno.

Sintió en su imaginación que se desga rraba denso velo, como si aun estuviera en la tarde anterior, admirando aquellos brazos morenos de sedoso y ardiente contacto, al par que recibía la fragancia de la carne, cuyo misterio acababa de revelársele.