Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes, el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.
Yo no lo he conocido, pero mi abuelo aun se acordaba de haberlo visto cuando visitaba á su madre, y con las manos cruzadas sobre la panza esperaba el chocolate á la puerta de la barraca. ¡Qué hombre! Pesaba sus diez arrobas; cuando le hacían hábito nuevo entraba en él toda una pieza de paño; visitaba al día once ó doce casas, tragándose en cada una sus dos onzas de chocolate, y cuando la madre de mi abuelo le preguntaba:
— ¿Qué le gusta más, padre Salvador? ¿Unos huevecitos con patatas ó unas longanizas de la conserva?
El contestaba con una voz que parecía ronquido:
— Todo mezclado; todo mezclado.
Así estaba él de guapo y rozagante. Por allí donde pasaba parecía regalar su salud, y la pr v ueba era que todos los chiquitines que nacían en este contorno presentaban sus mismos colores, su cara de luna llena y un morrillo que lo menos tenía tres libras de manteca.
Pero todo es malo en este mundo, pasar hambre ó comer demasiado, y un día, al