anochecer, el padre Salvador, viniendo de un hartazgo para solemnizar el bautizo de cierta criatura que tenía toda su estampa, ¡cataplum! dio un ronquido que puso en alarma á toda la comunidad y reventó como un odre, aunque sea mala comparación.
Ya tenemos á nuestro padre Salvador volando por el aire como un cohete, en busca del cielo, pues no tenía duda de que allí estaba el sitio de un fraile.
Llegó ante una gran puerta toda de oro, claveteada de perlas, como las que saca en las agujas de su peinado la hija del alcalde cuando es clavariesa de las fiestas de las solteras.
— ¡Toe, toe, toe!...
— ¿Quién es?—preguntó desde dentro una voz de viejo.
— Abra, señor San Pedro.
— ¿Y quién eres tú?
— Soy el padre Salvador, del convento de San Miguel de los Reyes.
Se abrió un ventanillo y asomó la cabeza el bendito santo, pero soltando bufidos y lanzando centellas por sus ojos al través de las antiparras. Porque han de saber ustedes que el santo apóstol, como es tan viejo, está corto de vista.
— ¡Che! ¡poca vergüenza!—gritó hecho